lunes, 29 de junio de 2009

Let's take a lift

En algún mall de Polanco, confirmé una sospecha por años presente: los elevadores merecen un estudio interdisciplinario que explique su naturaleza. Según una fuente confiable (¿quién duda de la seriedad de Wikipedia?), los primeros registros de estos asombrosos aparatos datan del siglo III a.C., cuando Arquímedes construyó uno, para asombro del arquitecto romano Marco Vitruvio. Sin embargo, no fue sino hasta que, en el s. XIX, el norteamericano Elisha Otis inventara un mecanismo de seguridad para evitar la caída libre de estos dispositivos, que se comenzaron a usar para transportar personas. Dos cosas me llaman la atención de este brevísimo recuento histórico: 1) el ingenio de quién imaginó un cuarto que se cerrara y se moviera, sólo superado por el que poseía el sujetillo que inventó los Post-it; y 2) por fin descifro el porqué de la marca Otis en todos los elevadores que visito, a su vez sólo superado por la popularidad de los zippers marca YKK (presentes en todos lados, si cabe la duda sólo chequen su pantalón).
Sin embargo, me gustaría ampliar esta reflexión para incluir el comportamiento de las personas dentro de este exitoso sistema de transporte. En numerosas ocasiones he externado mi desprecio por la profesión del “elevadorista”, pues me parecía que estar encerrado, viendo gente entrar y salir, subir y bajar de pisos todo el día y tener el dedo hinchado de tanto apretar botones era una tortura digna de aparecer en el repertorio de Condoleezza Rice. Se notará que enuncié mi oración en pasado, pues he cambiado de opinión. Tras 4 meses trabajando en el gobierno, me di cuenta que la chamba honrada del Chómpiras no está tan mal. Para el mareo del desnivel, un Dramamine y listo; para la inflamación del dedo, el uso del codo; y para aquello de andar encerrado, ¿qué mejor que un libro? Esta última recomendación es muy valiosa, pues el silencio de los elevadores hace tener envidia a cualquier biblioteca, cine o condominio multifamiliar. Es algo que a mí me resulta, francamente, un misterio. ¿Por qué la gente que sube se queda en silencio viendo al frente, checando constantemente los números que indican el piso en el que se está?
Todos sentimos una extraña repulsión al sentir al otro entrar en la cercanía de un espacio reservado para la intimidad. Bien lo decía Kundera: “la persona que pierde su intimidad lo pierde todo”. El punto es que aquí la pérdida es sólo temporal: durará lo que se tarde en llegar al piso deseado. Es por ello que se expone claramente un comportamiento que denota gran incomodidad, a pesar de que se viaje sólo entre conocidos. Se agradece la moda de elevadores con paredes de cristal para que, en especial desde el lobby, se puedan apreciar estas conductas tan extrañas, aunque no se pueda escuchar la respuesta a la ya tan común pregunta: “¿qué harías si te quedaras encerrado?”.
Ojalá pudiera regresar el tiempo a cuando era niña y jugaba con mis amiguitas a apagar la luz del elevador y brincar para sentir como se movía… Si hoy lo hiciera dudaría del ingenio de Otis y, seguramente, juraría estar a punto de caer al vacío como en una Tower of Terror versión Mexikingdom.

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